jueves, 1 de abril de 2010

Jueves Santo.







Jueves Santo, Misa Crismal, 01 de abril de 2010.

Atraídos por la belleza litúrgica de esta Santa Misa Crismal, conmemoración de Cristo, el Ungido, nuestro Único Sumo y Eterno Sacerdote, nos reunimos aquí, en nuestra iglesia madre, en esta hermosa Catedral que se yergue majestuosa y sobria a la vez por ser casa de Dios y casa nuestra, para consagrar los óleos santos, dispensadores de la vida divina por la acción salvífica de los sacramentos.

En comunión con su servidor, a quien indignamente el Señor ha puesto como obispo de esta Iglesia Particular, han venido ustedes, mis queridos obispos auxiliares y presbíteros, para renovar con especial entusiasmo y alegría las promesas que hicieran el día de su ordenación. Esta renovación se encuentra ahora especialmente enmarcada en el Año Sacerdotal que ha tenido a bien decretar nuestro Santo Padre Benedicto XVI.

Ustedes -nos dice el profeta Isaías en la primera lectura que hemos escuchado-, serán llamados sacerdotes del Señor, y les darán el nombre de ministros de nuestro Dios (Is 6), y el apóstol Juan nos desea la gracia que Jesucristo nos adquirió, la paz que nace de la convicción de su amor que nos purificó de nuestros pecados por su sangre derramada en la cruz, haciendo de los redimidos un reino de sacerdotes para su Dios y Padre (cfr. Ap 1,5).

Sí, queridos hermanos, Jesús, el Ungido de Dios, nos ha hecho sus sacerdotes, nos ha transformado en Cristo por la imposición de las manos, y esto es algo maravilloso, pero a la vez terrible: es grandioso porque nos hace partícipes de su mesianismo, porque cuando realizamos el ministerio sacerdotal, más allá de nuestra indignidad, es Cristo quien actúa en nosotros,. Pero es terrible por la responsabilidad que pone en nuestras débiles manos: ser otro Cristo, buscar día tras día alcanzar su estatura y tener sus mismos sentimientos, anunciar con alegría la Buena Nueva a los pobres y a los pecadores, llevar la liberación a los cautivos, dar la libertad a los oprimidos y anunciar el año de gracia del Señor (cfr. Lc 4,18-19).

Es a través de nuestra pequeñez y limitación como Cristo ha querido perpetuar su sacerdocio en la Iglesia haciéndonos partícipes de su ministerio de salvación, renovando día con día, en su nombre, el sacrificio redentor; preparando para su pueblo el banquete pascual; fomentando en las comunidades la vivencia de la caridad; alimentando a los fieles con el anuncio y la enseñanza de la Palabra, y fortificando a su rebaño con los sacramentos.

Una tarea tan descomunal pide una vida consagrada totalmente a Dios y a la salvación de los hermanos, y exige el esfuerzo de reproducir en nosotros la imagen de Cristo, dando un testimonio cotidiano de fidelidad y de amor, de tal forma que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para Él, que por nosotros murió y resucitó.

En un momento más renovaremos nuestras promesas sacerdotales y les preguntaré si están dispuestos a unirse cada día más a Nuestro Señor Jesucristo, renunciando así mismos y reafirmando los compromisos sagrados: la celebración amorosa de la Eucaristía y de los sacramentos; el oficio de enseñar la verdad revelada, contenida en las Sagradas Escrituras; siguiendo el ejemplo del Buen Pastor, que no se busca a sí mismo, sino que da la vida por sus ovejas sin que los mueva el deseo de los bienes terrenos o de ambiciones humanas, sino impulsados únicamente por el amor a Cristo y a su Iglesia.

Es desconcertante y doloroso que, precisamente en este Año de gracia, la imagen del sacerdote esté siendo atacada y desprestigiada como nunca. Hacía siglos que la Iglesia no pasaba por un descrédito tan grande y por una confrontación tan cruda. El Santo Padre Benedicto XVI ha tenido que sufrir la difamación y el ataque lleno de mentiras y vileza, pero ha hecho frente con admirable valentía a los escándalos que han lastimado, en lo más profundo, la confianza y la fe de los fieles cristianos en todo el mundo, y la causa no es ajena al interior de la Iglesia, son algunos sacerdotes deshonestos y criminales que con sus abominables acciones de abusos a niños inocentes, han dañado irremediablemente a sus víctimas, han traicionado su ministerio sagrado, han enlodado a la Iglesia y han avergonzado a sus hermanos sacerdotes.

Ante esta dolorosa y vergonzosa crisis, más que hacer una defensa pública debemos realizar un profundo examen de conciencia y revisar cómo estamos viviendo nuestro ministerio sacerdotal. ¿No es ésta una crisis que hunde sus raíces en nuestra mediocridad espiritual? Olvidamos con frecuencia nuestra vida interior y de oración; descuidamos nuestra propia práctica sacramental: la confesión, la dirección espiritual, la celebración amorosa de la Santa Eucaristía; entramos de forma acrítica en un proceso de desacralización de nuestro propio ministerio y nos acomodamos con facilidad a los criterios del mundo al que deberíamos combatir; faltamos a la caridad pastoral y dejamos a la deriva a los fieles, a quienes hemos consagrado nuestra vida para ganarlos a Dios. El exagerado activismo nos lleva a la fatiga y al descuido de nuestra formación espiritual e intelectual; el abandono de nuestro amor y adhesión a Jesucristo nos lleva a la vivencia de una soledad amarga y de un vacío que pretendemos llenar con apegos afectivos o materiales, pero que terminan por vaciarnos aún más. “Se fueron tras vaciedades y se quedaron vacíos”, nos recuerda con crudeza el profeta Jeremías.

Hoy, queridos hermanos, es preciso contemplar al que traspasaron y lanzar un grito “de profundis”. Necesitamos ser amados, ser redimidos, ser sanados, experimentar nosotros -ministros de la misericordia y la reconciliación- la bondad y el perdón del Señor, Crucificado por nuestros pecados, y Resucitado para darnos la esperanza de la salvación y de la vida inmortal.

Recibamos con humildad la humillación que el mundo hoy nos lanza públicamente a la cara, reconozcamos nuestras culpas y pecados, que este lodo lanzado injustamente de forma generalizada contra todos los sacerdotes, digo injustamente, ya que la inmensa mayoría de ustedes son buenos y abnegados sacerdotes del Señor-, sea una penitencia pública por nuestros hermanos que han pecado y delinquido. No olvidemos lo que decía el Señor: “El que se humilla será enaltecido y el que se enaltece será humillado”.

Que el Señor, que se levantó glorioso del sepulcro, también nos levante de nuestra vergüenza y postración, que vea nuestra humillación y se apiade de nuestra miseria y debilidad. Sin embargo, nunca perdamos la paz, nunca dejemos de experimentar la alegría de haber consagrado nuestra vida entera al Señor; que siempre nos haga vibrar la emoción de sabernos amados y haber sido llamados a ser sus sacerdotes para siempre. La Pasión santísima del Señor que celebraremos estos días, nos debe llevar a unirnos íntimamente a Él, abrazando con amor su cruz: “También nosotros –le diremos como sus discípulos-, vamos a Jerusalén a morir contigo”.

Este Jueves Santo es también una ocasión para reiterar las medidas que hace tres años hice públicas en un mensaje dirigido al Pueblo de Dios: Si alguna persona conoce de estos crímenes, tiene el deber moral de denunciarlos tanto a las autoridades civiles como eclesiásticas. Y una vez más advierto a ustedes mis sacerdotes, que si alguno comete estos abominables actos, ni un servidor ni la Arquidiócesis de México defenderá o tolerará al delincuente, antes bien, promoverá que la autoridad civil actúe con todo el rigor de la ley y pague en consecuencia por sus crímenes. No gozamos, ni debemos gozar de ningún fuero. Por supuesto que en lo eclesiástico seguiremos actuando con la severidad ordenada por la Santa Sede.

Pido nuevamente a mis Obispos Auxiliares que hagan una revisión exhaustiva en sus respectivas vicarías con la finalidad de asegurarse que no haya casos de abusos sin resolver y que tengan siempre la solicitud pastoral de atender y brindar ayuda a las víctimas y a sus familias, así como de reportar al Tribunal Eclesiástico y al Delegado de Justicia cualquier anomalía relacionada con esos delitos para que se inicien los procedimientos punitivos correspondientes, repito, tanto en lo civil como en lo eclesiástico. De igual forma, les pido que sean cuidadosos en la admisión de sacerdotes que provengan de otras diócesis y no los acepten sin estar plenamente seguros de su integridad moral y psicológica.

A los superiores de nuestro Seminario Conciliar, les exijo proceder con gran cuidado y diligencia en la selección de los candidatos al sacerdocio, y expulsar definitivamente a los seminaristas que pudieran presentar tendencias patológicas que más tarde podríamos lamentar.

No puedo terminar esta reflexión sin dar gracias a Dios Nuestro Señor por el gran pueblo que nos ha confiado y que, pese a nuestras defecciones y errores, nos sigue amando, respetando y confiando en nosotros. Los fieles siguen viendo en nuestra frágil persona a Cristo mismo y nos tratan con verdadero afecto y amor. Que Dios pague su fidelidad y caridad, y les pido, queridos hermanos, que sigan orando intensamente por sus sacerdotes, por las vocaciones y por un servidor. Oren por nuestra conversión, por nuestra santificación, para que el Señor nos dé un corazón semejante al suyo, lleno de solicitud y amor por sus ovejas. Oren para que, en el momento de la prueba, nuestra fe no desfallezca, para que no tengamos miedo en seguirlo al Calvario abrazados de su cruz, para que nuestro corazón lo ame sólo a Él y de ese amor brote el amor y servicio a ustedes, su pueblo santo y sacerdotal.









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