viernes, 30 de abril de 2010

La Iglesia es inmaculada e indefectible.





Después de cada campaña de ataques, la Iglesia siempre surge más fuerte y esplendorosa
que antes

Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP

El tiroteo de noticias que, en las últimas semanas, intenta manchar a la Iglesia Católica, con la excusa de los abusos de niños cometidos por sacerdotes católicos, alcanza un auge increíble.

Decididos a no dejar apagar la hoguera que encendieron, varios órganos de comunicación social se han dedicado a investigar el pasado, en búsqueda de nuevas acusaciones que involucren al Vicario de Cristo en la Tierra, el Papa Benedicto XVI. En esto, sin embargo, han fallado rotundamente.

Que existan padres indignos y sin preparación, nadie lo puede negar; que se cometieron horribles abusos, y seguramente en número superior al registrado, es necesario reconocerlo. Pero, utilizar faltas graves circunstanciales de una minoría de clérigos, para denigrar a toda la clase sacerdotal, es una injusticia. Y usar esto como pretexto para intentar derribar a la Iglesia, es diabólico.

Sea dicho de paso, cuanto más se infiltra en la Iglesia el espíritu libertario, relativista y neopagano de nuestra época, tanto más es de temer que se cometan crímenes de pedofilia. Es imperiosa la necesidad de implantar en los seminarios un sistema de rigurosa selección, de tal forma que sólo se admita como candidato al sacerdocio a quien no tenga la propensión de ceder ante el mundo, sino que quiera enseñar la práctica de la doctrina católica con toda su pureza y dar ejemplo de ello.

La actual campaña publicitaria contra la Iglesia nos hace olvidar una verdad de la cual la historia nos proporciona un indudable testimonio: la Iglesia Católica fue quien libertó al mundo de la inmoralidad, y el mundo se está hundiendo nuevamente en el lodo del que fue rescatado porque está rechazando a la Iglesia.

El mundo del paganismo era un infierno

La mayoría de la población de Occidente tiene como cierto que el mundo, en mayor o menor grado, siempre cultivó los valores a los cuales estamos acostumbrados. Esos valores, sacrosantos hasta hace alrededor de cincuenta años, en alguna medida aún resisten a la acelerada decadencia de este comienzo de milenio: familia tradicional, protección de la inocencia infantil, sentido del pudor, modales educados, trajes decentes, honorabilidad, respeto mutuo, espíritu de caridad, dignidad humana, solidaridad, etc.

Pero no fue siempre así. Antes de que Nuestro Señor Jesucristo predicase a los hombres la Buena Nueva del Evangelio, el mundo estaba sumergido en una prolongada y terrible noche, en la que reinaban la depravación moral, el egoísmo, la crueldad, la inhumanidad y la opresión, conforme nos enseña la historia.

De esa situación, no se puede concluir que todos los romanos, griegos y “bárbaros” fuesen libertinos. Había minorías disconformes con aquel estado de cosas y preparadas para recibir la prédica evangélica con la avidez de náufragos que encuentran una tabla de salvación. En consecuencia de ello, se produjo la rápida expansión de la Iglesia Católica por el mundo romano y, finalmente, la conversión del Imperio en el año 313 de la era cristiana.

Religiones degradantes

Todo lo que la parte sana de la opinión pública de Occidente aún considera con horror hoy en día, era algo común y corriente en el mundo dominado por el paganismo. Baste recordar lo que la mitología grecorromana dice al respecto de los diversos dioses de su panteón.

Formaban un temible bando de depravados: adúlteros, violentos, impúdicos, mentirosos, ladrones, opresores, asesinos, parricidas, matricidas, fratricidas, crueles, egoístas, traidores, perezosos, falsos, deshonrados, incestuosos, fornicadores, perversos y pedófilos. Zeus (el Júpiter de los romanos), la divinidad máxima de esa guarida, no era solamente un salvaje desenfrenado, que había practicado el canibalismo devorando a una de sus hijas y asesinado a otros parientes próximos, sino también un adúltero incontrolable, que había hecho muchas víctimas entre “diosas” casadas y solteras, violado a sus hermanas y nueras, estuprado a su propia hija y hasta a su madre y, que, además, mantenía como amante a un niño a quien había raptado.

Los relatos de estas infamias estaban en los textos dados a los niños en las escuelas de aquel tiempo, para instruirlos en la gramática, en la retórica, en la poesía, como refirieron en su época los apologistas cristianos.

La religión pagana ejercía, pues, un maléfico dominio sobre la sociedad, proponiendo como ejemplos para ser imitados las iniquidades de los dioses. Y a su vez, la sociedad influenciaba a la religión, de modo que los mitos reflejaban las costumbres en uso en aquel entonces.

Inmoralidad, crueldad, opresión

En aquel ambiente pagano, la situación de la mujer era terrible. En general, casi no tenía derechos, era prácticamente considerada como una esclava del marido, cuando tenía el privilegio de ser casada.

Las religiones, incluso las más elevadas, conducían a las mujeres – y, naturalmente, también a los hombres – a grandes depravaciones. La de los caldeos, por ejemplo, era siniestra y corruptora, con prácticas lúbricas en los templos. La religión fenicia también estimulaba la degradación de la mujer.

Heródoto es uno de los que nos proporciona informaciones sobre la “prostitución sagrada” practicada en los templos de Babilonia, Asiria, Grecia, Siria, Chipre y en otros lugares. Con frecuencia, las “sacerdotisas” ingresaban en los templos cuando aún eran muy jóvenes, entregadas por los propios padres. El famoso “Código de Hammurabi”, promulgado por este rey de Babilonia (alrededor de 1793 y 1750 a.C.), dedica algunos artículos para reglamentar esa práctica.

El culto de Cibeles y Atis, surgido en Frigia, de donde pasó para Grecia y Roma, conducía a prácticas escabrosas en público. Como Atis se había mutilado, perdiendo su masculinidad, sus festejos incluían la automutilación de muchos hombres, realizada en medio de una multitud que, alucinada, danzaba y gritaba, mientras se ejecutaba una música, con un ensordecedor ruido de flautas, címbalos y tambores.

Grecia contaba con numerosos templos dedicados a Venus, mas ninguno consagrado al amor legítimo entre los esposos. En Atenas y otras ciudades se realizaba, una vez por año, una procesión en la cual era llevada una enorme escultura fálica. Hombres y mujeres recorrían las calles cantando, saltando y danzando en torno a ese ídolo.

Opresión de la mujer

La honra femenina se veía además lesionada por la costumbre de la poligamia, generalizada en muchas regiones, aunque había lugares en donde estaba también en vigor la poliandria. Igualmente degradante era el incesto, muy común en Persia, y también en Grecia .

En la India, entre las crueles prácticas milenarias del paganismo, la costumbre exigía que la viuda fuese quemada junto con el cadáver de su marido.

El Código de Hammurabi está repleto de normas que reflejan el estado de opresión de la mujer en las civilizaciones antiguas, la cual muchas veces era castigada con la muerte, la esclavitud o el repudio.

Incluso en Roma y en Grecia, las leyes antiguas eran inicuas en relación a la mujer, y hasta personas como el austero Catón favorecían graves injusticias a ese propósito. En el caso de Atenas, para obviar de algún modo la parcialidad en el trato dado a las hijas, la ley incurría en una aberración aún mayor, al incentivar el incesto para resolver problemas de herencia, llegando a imponer la destrucción de dos hogares ya constituidos, si fuese necesario.

En Roma, en la época en que la Buena Nueva de Jesucristo ya estaba siendo anunciada, la institución de la familia se encontraba en una crisis profunda. El aborto y el abandono de niños llegaban a proporciones espantosas. La natalidad disminuía. Los hombres ricos preferían mantenerse solteros y rodearse de innumerables esclavas a someterse a los incómodos del matrimonio.

La situación de los niños ante el Estado todopoderoso

En Grecia y en Roma no existía la libertad individual que sus admiradores divulgan: el ciudadano vivía en función del Estado. En la República, el propio Platón promovía un Estado todopoderoso, e incluso Aristóteles lo consideraba como el ideal supremo.

La familia grecorromana era totalitaria bajo ciertos aspectos. Por ejemplo, el Derecho Romano daba un poder dictatorial al pater familias. En Grecia regían leyes semejantes. El padre tenía derecho a rechazar a su hijo recién nacido, o a venderlo como esclavo. También podía condenar a la pena de muerte a su esposa, a su hijo, a su hija, o a cualquier habitante de su casa, y ejecutar sin demora la sentencia; las autoridades del Estado no interferían.

En Esparta, comenta Coulanges, “el Estado tenía el derecho de no tolerar que sus ciudadanos fuesen deformes o mal constituidos. Por eso, ordenaba al padre, al cual naciese un hijo en esa situación, que lo hiciese morir” . Según el mismo autor, esa ley se encontraba igualmente en los antiguos códigos de Roma. Hasta Aristóteles y Platón incluyeron esa práctica en sus propuestas de legislación.

En Cartago y en Fenicia, niños eran ofrecidos en sacrificio a los ídolos; en Roma y en Grecia eran utilizados en ritos de adivinación. En varios lugares, niños y adolescentes podían ser condenados a muerte por un delito cometido por el padre.

El Estado, al mismo tiempo que daba al padre un poder ilimitado dentro de su casa, lo restringía tiránicamente en la educación de los hijos. Para los griegos, el Estado era el maestro absoluto de la educación y Platón lo justifica, pues, dice: “los padres no deben tener la libertad de enviar o de no enviar a sus hijos a los maestros que la ciudad escoja, porque los niños son menos de su padres que de la ciudad”. El Estado consideraba como pertenencia suya el cuerpo y el alma de cada ciudadano, y asumía al niño cuando éste cumplía los siete años de edad.

Impía y difundida esclavitud

La esclavitud era una institución tan común en el mundo antiguo que los esclavos solían ser la mayoría de la población. En Roma, en el tiempo de Augusto, más de un tercio de la población era compuesta por ellos.

El dueño de un esclavo tenía sobre él un derecho completo. Un esclavo no era considerado hombre; era una cosa, res mancipi. El dueño tenía el derecho de cohabitar con la mujer del esclavo sin cometer adulterio y además, disponer de los hijos de él; y si lo hiriese o matase no cometía ningún delito.

En la ley romana había cláusulas relativas a los esclavos que daban ocasión a grandes crueldades. En el tiempo de Nerón, por ejemplo, un alto magistrado fue asesinado por uno de sus esclavos. “El Senado, después de una prolongada discusión, decidió aplicar a todos los siervos de la casa la vieja ley que condenaba al suplicio de la cruz a todos los esclavos que no hubiesen sabido proteger a su señor. Ante esta terrible sentencia, hubo tales protestas populares que los 400 condenados tuvieron que ser ejecutados bajo la custodia del ejército”.

Siempre hubo uno que otro propietario de esclavos que trataba a sus siervos con humanidad o – más raramente — con respeto; sin embargo, sería una gran ingenuidad pensar que esa era la actitud habitual.

Salvajismo sangriento

En la Antigüedad las matanzas eran tomadas con indiferencia, como un acontecimiento natural en la vida de los pueblos. La masacre de la población de una ciudad no causaba la menor sorpresa, ni tampoco indignación.

La tendencia a sacrificios sangrientos estaba relacionada con varios ritos del paganismo. En Grecia la vieja religión consideraba conveniente ofrecer holocaustos humanos para apaciguar a los dioses. Esos sacrificios, comunes entre los griegos de las épocas remotas, se atenuaron más tarde, pero no desaparecieron completamente. En el siglo II de la Era Cristiana aún se sacrificaban vidas humanas en Arcadia, en honra a Zeus Liceo.

En Roma, el espectáculo más apreciado por el pueblo era ver hombres muriendo, y las luchas de gladiadores constituían ocasión de crueles matanzas. “Por la mañana, dice Séneca, se echan hombres a los leones y osos, después del medio día, se echan [al arbitrio] de los espectadores. El fin para todos los luchadores ha de ser la muerte, y se pone manos a la obra con fuego y hierro, hasta tanto que la plaza queda vacía”. Durante esas “sesiones”, iniciadas al mediodía, los condenados a muerte debían ejecutarse mutuamente. Tanto esta costumbre, como la alimentación de las fieras con carne humana, nos ayudan a “comprender esa voluptuosidad de ferocidad a la que los romanos darán rienda suelta en las persecuciones anticristianas”, observa Daniel-Rops, y concluye: “Por más repulsivas que nos parezcan estas escenas de que también los cristianos serán víctimas, eran normales en Roma. Y raros, muy raros, eran los espectadores que exteriorizaban su desaprobación”.

Panem et circenses quedó consagrada como la fórmula ideal para mantener en calma a la multitud, y satisfacer también su creciente gusto por la sangre. Fue eso una de las causas de su decadencia.

La llaga de la pedofilia

Lo que la prensa de hoy denomina de pedofilia era ampliamente practicado en el mundo antiguo, bajo el amparo de la ley, por influencia de las religiones paganas.

En Grecia, existía como práctica legal la corrupción sexual de niños, más adecuadamente llamada de pederastia. Todo hombre adulto que no fuese esclavo tenía el derecho de practicarla. Era costumbre también en Persia y en otros lugares, donde se ha mantenido a través de los siglos. Roma fue contaminada por el mal griego, hasta el punto de que varios emperadores procuraban como amantes a adolescentes.

Los niños considerados bellos, si eran hechos prisioneros de guerra, o raptados, o vendidos por los padres, eran mutilados para alimentar el tráfico de eunucos. No escapaban ni siquiera los hijos de la nobleza.

En Grecia — especialmente en Atenas—, las víctimas de pederastia no eran apenas los prisioneros de guerra, los raptados y los esclavos. Cualquier niño podía tornarse objeto de los infames deseos de hombres adultos. Y la costumbre era ceder. Si algún padre, con restos de sensibilidad moral, desease evitar esa tragedia a sus hijos, tenía que actuar antes de que eso sucediese, empleando esclavos que, como halcones, vigilasen a los niños. Mas, dice Esquines, muchos padres deseaban tener hijos bellos, sabiendo que éstos serían blanco de predadores.

Las escuelas — las tan elogiadas Academias — eran locales donde los estudiantes, hasta de 12 años de edad o más jóvenes, estaban a merced de los maestros. Las leyes atenienses llegaban al absurdo de proteger e incentivar esa práctica, e incluso a regular el flirteo y el “enamoramiento” entre hombres y niños.

Griegos famosos del mundo de la literatura, de las artes, de la filosofía y de la política practicaron y elogiaron la pederastia, como Solón, Esquilo, Sófocles, Jenofonte, Tucídides, Esquines y Aristófanes.

La filosofía griega llegó a cuestionar esa práctica, si bien nunca la condenó por completo. Sócrates, Platón y Aristóteles no quedaron eximidos de ese mal. En Cármides, Platón se refiere al adolescente que lleva ese nombre, como si fuese un enamorado elogiando a su amada, hablando de sus atractivos y de las emociones que le producía. En el Simposium, el personaje Fedro describe con todo lirismo a un ejército feliz y lleno de éxito, compuesto en su totalidad por hombres-amantes y niños-amados. Mas, finalmente atraído por ideas más elevadas, Platón evolucionó de su aprobación condicional de la pederastia en sus primeros diálogos, para la condenación formal de ese vicio en su trabajo final, Leyes. Entretanto, sus intentos, como los de algunos estoicos, de proponer una pederastia “casta”, fueron recibidos con sarcasmo por el pueblo y no tuvieron resultado. En efecto, el “amor platónico” es muy difícil de ser practicado, pues en materia de castidad el hombre no logra permanecer establemente en un término medio .

Los griegos llegaron a considerar el relacionamiento natural entre hombre y mujer como inferior al relacionamiento entre hombre y niño. En una sociedad en la cual ese tipo de comportamiento influenciaba hasta el ideal del Estado, la mujer era despreciada, relegada al papel de mera reproductora.

Una obra histórico-filosófica como Erotes, del siglo II o III d.C., atribuida por muchos a Luciano de Samósata, trae un diálogo entre dos griegos que discuten seriamente cuál amor sería superior... Igualmente, en el décimo Diálogo de las Cortesanas, Luciano aborda ese tema. Plutarco, en Erotikos, analiza con seriedad cuál atracción — por mujeres o por niños — es más interesante para un hombre adulto. Felizmente, al contrario de Erotes, concluye que lo ideal es realmente el matrimonio monogámico.

En Roma, también las niñas podían ser víctimas de abuso sexual. Es lo que se deduce de las palabras de San Justino, en su Apología, en las cuales vitupera la costumbre de que los niños despreciados — niños y niñas — sean criados para la prostitución: “y así como los antiguos criaban rebaños de bueyes, chivos, carneros o caballos, así vosotros ahora criais niños destinados a este vergonzoso uso; y para este uso impuro, una multitud de mujeres y hermafroditas, y aquellos que cometen iniquidades que ni siquiera pueden ser mencionadas, se expanden por toda la nación. [...] Y hay los que prostituyen incluso a sus propios hijos y mujeres; algunos son abiertamente mutilados para ser usados en la sodomía”.

*

Así es el mundo cuando en él no está presente la Santa Iglesia de Dios. El trágico cuadro de los desvíos de la Antigüedad pagana presentado aquí, aunque no esté completo, nos da una idea del choque ocurrido en el tiempo en que el mensaje del Evangelio comenzó a exaltar valores opuestos, ordenados y santos.

El choque de los valores del Evangelio con los antivalores mundanos

El mensaje de Jesucristo desequilibró al carcomido mundo antiguo. Censuraba el libertinaje, la crueldad y exaltaba la libertad para practicar el bien, la castidad y la virginidad, la inocencia, la fidelidad conyugal, el amor a los enemigos, la caridad, la abnegación, la bondad para con los más débiles, la dignidad de todos los seres humanos creados a imagen y semejanza de Dios.

Un especial horror al pecado de pedofilia fue infundido en las almas por nuestro Divino Maestro, con palabras de extrema severidad: “pero quien escandalizare a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valiera que le ataren al cuello una piedra de moler que mueven los asnos y lo arrojasen al profundo mar” (Mt 18,6).

Ante la sublimidad del Evangelio, el paganismo no podría permanecer indiferente. Le quedaban sólo dos reacciones: o encantarse y someterse al suave yugo de Dios, u odiar y perseguir. Algunos se convirtieron. Muchos, no obstante, se aferraron al mal y este odio llevó al martirio a millones de cristianos.

Sin embargo, la sangre de los mártires fue semilla de nuevos cristianos, según la célebre afirmación de Tertuliano. El espectáculo de hombres y mujeres, ancianos y ancianas, adultos en la plenitud de su fuerza, jóvenes vigorosos, vírgenes, niños —confesando todos la fe en Jesucristo y caminando decididos en dirección a la muerte —, arrancaba la admiración de muchos espectadores, y obraba conversiones cada vez más numerosas.

El paganismo necesitó, pues, echar mano de otra arma para intentar revertir el juego: la difamación y la calumnia. Como observan los Apologistas cristianos de aquellos primeros siglos, los paganos comenzaron a acusar a los cristianos exactamente de los delitos que el paganismo cometía.

Es digno de nota que una de las acusaciones era la de pedofilia, agravada de incesto. San Justino comenta: “Las cosas que vosotros hacéis abiertamente y con aplauso, [...] de esas mismas cosas vosotros nos acusáis”. Y Arnobio lanza al rostro de los paganos: “¡Cuán vergonzoso, cuán petulante es censurar en otro lo que el acusador ve que él mismo practica — aprovechar la ocasión para ultrajar y acusar a otros de cosas que pueden ser impugnadas contra él mismo!”.

O sea, aquellos paganos hacían como el ladrón que, al robar, grita: “¡Ladrón, ladrón!”

Una civilización gobernada por el Evangelio

La Iglesia Católica terminó venciendo en virtud de la fuerza intrínseca del bien. Y poco a poco, auxiliada por la gracia divina que nunca falla, acogió a los grecolatinos decadentes y a los bárbaros germanos, los convirtió, los educó e inspiró la edificación de una civilización brillante cuyo apogeo, nunca alcanzado antes, ocurrió en los siglos XII y XIII.

En esa época, según dice el Papa León XIII, “la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”. Entonces, “la influencia de la sabiduría cristiana y su virtud divina penetraban las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, todas las categorías y todas las relaciones de la sociedad civil”. De la relación armoniosa entre el poder religioso y el temporal, “la sociedad civil dio frutos superiores a toda expectativa, cuya memoria subsiste y subsistirá, consignada como está en innumerables documentos que ningún artificio de los adversarios podrá corromper u obscurecer”.

En este tiempo la Iglesia desarrolló la escolástica, edificó las catedrales góticas (con sus vitrales e imágenes), creó las universidades y los hospitales, impulsó las ciencias y el progreso técnico, perfeccionó las relaciones internacionales entre los estados, abolió la esclavitud, contribuyó para el progreso social, elevó la condición de la mujer, de tal modo que, en el siglo XIV, Europa había sobrepasado notablemente a los demás continentes.

Conforme resalta un estudioso del progreso técnico medieval, en aquella época, “por primera vez en la historia se construyó una civilización compleja que no se apoyaba más sobre las espaldas sudorosas de esclavos o de siervos, sino principalmente en la energía no humana”.

Cuanto más avanzan los estudios históricos y científicos sobre esta materia, tanto más queda demostrada tal verdad, lanzando por tierra el mito de que la Edad Media fue una era de atraso y opresión. La literatura especializada a ese respecto se ha ido multiplicando.

¿Por qué acusar sólo a la Iglesia?

Entretanto, siempre hay minorías disconformes con el dominio de la virtud, de la verdad y del bien, de modo que, periódicamente, la Iglesia es víctima de nuevas embestidas.

Uno de los procedimientos preferidos continua siendo el de acusar a la Iglesia precisamente de los delitos que el propio mundo no se avergüenza de cometer. ¿Cuáles son los mayores destructores de la inocencia infantil hoy en día? ¿Quién promueve una pornografía desenfrenada que no respeta ni edad, ni dignidad y que incita a cometer todo tipo de crímenes sexuales? ¿Quiénes son los que, de todos los modos, presionan a las escuelas para iniciar a los niños en prácticas inmorales? ¿Quién impulsa los cambios en las leyes, para abolir la influencia cristiana y substituirla por la del viejo paganismo? He aquí preguntas que exigen respuestas; he aquí un tema muy apropiado para un futuro estudio.

Consideremos la acusación de pedofilia. Como afirman los especialistas, basados en las indagaciones realizadas hasta ahora, la mayor parte de esos crímenes son cometidos sobre todo dentro de la propia casa, y los abusadores son principalmente los padrastros, seguidos — ¡oh tristeza! — por los padres, por otros parientes y por los amantes de las madres de las víctimas. Curiosamente, nunca se vio a ningún adversario de la Iglesia pedir un estudio serio sobre la relación entre la desintegración de la familia - causa principal de la existencia de millones de padrastros - y los crímenes de pedofilia, ni exigir una investigación sobre los peligros de traer amantes a la propia casa, cuando allí residen menores.

Un detalle importante: la mayoría de los pedófilos son hombres casados. También es digno de nota que todas las religiones tienen miembros envueltos en casos de pedofilia, y algunas en proporciones gigantescas.

¿Por qué, entonces, levantar una campaña internacional solamente contra la Iglesia Católica?



Prueba inequívoca de la santidad de la Iglesia

Resaltemos una vez más: la Iglesia Católica, siempre fiel a las enseñanzas de su Fundador, fue la que hizo cesar en Occidente la práctica de la pedofilia e inspiró el horror a ella.

Por lo tanto, quien ataca a la Iglesia a ese respecto, está utilizando contra ella un valor que a ella pertenece y está implícitamente reconociendo que ella es inatacable a partir de los antivalores del mundo.

O sea, los propios adversarios están proporcionando la prueba de que la Iglesia Católica Apostólica Romana es substancialmente santa.

La Iglesia Católica censura al mundo porque éste es corrompido. Ella exige un alto nivel de comportamiento, casto y puro. Y la feroz e intensa embestida de sus enemigos, injustamente, consiste en procurar acusarla de no practicar la moral que ella misma implantó en la sociedad. A esto se resume la actual campaña publicitaria, en lo que se refiere a la pedofilia.

Mas, ¿cómo hacer para incriminar a la Iglesia por las faltas de una minoría de sus miembros? En uno de los estudios más autorizados sobre el problema de la pedofilia, Philip Jenkins analiza las técnicas periodísticas utilizadas para resaltar el contexto institucional en el cual actuaron algunos sacerdotes, en vez de analizar los delitos de individuos que, por acaso, son sacerdotes. Para ello, usan títulos sugestivos, juegos de palabras, términos bien estudiados, como por ejemplo: “Y no nos dejes caer en tentación”. Por su parte, programas de televisión sobre los casos de pedofilia colocan como fondo de cuadro ceremonias litúrgicas, música gregoriana, sacerdotes de sotana, de tal forma que la Iglesia queda estigmatizada como conjunto y se hace una asociación visual entre lo que es dignamente católico con la figura de sacerdotes lascivos y cínicos.

Ahora bien, médicos, profesores, enfermeros y otros profesionales se cuentan en gran número entre los perpetradores de crímenes de pedofilia, pero, ¿quién va a llegar al absurdo de acusar a todos los miembros de esas categorías y a deshonrar a una clase entera por los crímenes de una minoría?

El choque que el delito sexual de un sacerdote causa en la opinión pública - choque justificado, porque la Iglesia Católica es la única institución de la cual se espera que sus miembros sean de una pureza intachable, y que sus sacerdotes sean santos – lo saben explotar los adversarios.

La santidad substancial de la Iglesia

Ante la evidencia de que algunos sacerdotes cometen esos graves delitos, solo queda preguntar ¿cómo puede la Iglesia mantenerse santa?

En realidad, el argumento más fuerte contra la Iglesia Católica siempre fue la vida de los malos católicos. Sin embargo, no nos debe sorprender que en la Iglesia de Cristo haya miembros indignos. El propio Jesús comparó su Iglesia a la red que coge buenos y malos peces (cf. Mt 13, 47-50); al campo donde la cizaña crece junto con el trigo (cf. Mt 13, 24-30); a la fiesta de casamiento, a la cual uno de los invitados se presenta sin el traje nupcial (cf. Mt 22, 11-14).

No obstante, la Iglesia será siempre inmaculada, como destaca San Pablo: “Cristo amó a su Iglesia, y se sacrificó por ella. Para santificarla, limpiándola en el bautismo de agua con la palabra de vida, a fin de hacerla comparecer delante de Él, llena de gloria, sin mácula ni arruga, ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada” (Ef 5,25-27).

No sucede lo mismo con las instituciones terrenas. Siendo meramente humanas, las fallas de sus integrantes pueden desvalorizarlas. La Iglesia es la única que posee una dimensión divina; por eso, a pesar de las faltas de su dimensión humana, su substancia permanece siempre pura. Ella es santa, porque santo es su Fundador: es la inmaculada Esposa de Cristo. Apenas los hombres de la Iglesia son pecadores, mas la Santa Madre Iglesia no puede pecar.

Ella “es santa”, resalta Pablo VI, “aunque comprenda pecadores en su seno, porque no posee en sí otra vida sino la de la gracia: viviendo de su vida sus miembros se santifican; y sustrayéndose a su vida caen en pecado y en los desórdenes que impiden la irradiación de su santidad”. Por lo tanto, para cualquier miembro de la Iglesia, incluyendo a los pertenecientes al clero, se aplica esta regla: se cae cuando se disminuye el amor y se afloja el compromiso para con la Iglesia.

“En esta perspectiva”, nos dice el Cardenal Biffi, Arzobispo emérito de Bologna, “queda claro que toda nuestra culpa — pequeña o grande — no constituye apenas una infidelidad al amor que nos une al Padre, menoscabo a la obra redentora de Cristo, resistencia a la acción santificante del Espíritu Santo; es además, ultraje y sufrimiento infligidos a la Iglesia. Toda incoherencia con nuestro bautismo es siempre una ingratitud para con aquella que en el bautismo nos engendró, es un atentado contra su belleza de Esposa del Señor; belleza que a los ojos humanos queda ofuscada por nuestro acto reprobable. [...] Mas nosotros, por lo menos, aunque pequemos casi como ellos, nos habituamos a pedir perdón diariamente a esta nuestra Madre queridísima por todo lo que se nos ocurre pensar, decir y hacer con ánimo no integralmente ‘eclesial’”.

Los pecadores no pertenecen a la Iglesia por sus pecados, dice el Cardenal Journet, “sino por lo que aún resta en ellos de dones de Dios, por los caracteres sacramentales, la fe, la esperanza teologal, sus oraciones, sus remordimientos. Ellos están como que vinculados a los justos. Se encuentran en la Iglesia provisionalmente para ser, algún día, definitivamente integrados o separados de ella. Están en la Iglesia no de una manera salvífica, mas como paralizados en lo que se refiere a sus actividades más altas y decisivas”.

Claro está que la Iglesia “no expulsa a los pecadores de su propio seno, sino sólo su pecado; continua manteniéndolos en sí con la esperanza de poder convertirlos. Lucha en ellos contra el pecado que cometieron”.

Resaltando la santidad de la Iglesia que nunca se mancha por los pecados de sus hijos, el Cardenal Journet llama la atención para su íntima relación con cada una de las tres Personas de la Santísima Trinidad: desde toda la eternidad, la Iglesia Católica es conocida y querida por el Padre. Es fundada por su Hijo, que vino para redimirnos por la cruz. Y es vivificada por el Espíritu Santo, que vino para establecer en ella, su morada. “La Iglesia entera aparece, así, como el pueblo reunido a imagen de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, de unitate Patris et Filii et Spiritus Sancti plebs adunata.

La relación de la Madre de Dios con la Santa Iglesia es otro factor de santidad. El conocimiento de la verdadera doctrina sobre María será siempre una llave para comprender el misterio de Cristo y el de su Iglesia. La santidad de Nuestra Señora se refleja en la Iglesia, su virginidad, su pureza, su disponibilidad en relación a la voluntad de Dios. También los ángeles del cielo y los bienaventurados mantienen la santidad de la Iglesia, ennobleciendo el culto que ella presta a Dios.

Todas las obras de la Iglesia tienen por finalidad la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios. Entretanto, ella no podría realizar esa finalidad si no fuese santa. De esta forma, aunque en esta tierra sea gobernada y compuesta por pecadores, ella es indefectiblemente santa, conforme lo prueban los abundantes frutos de santificación que ha producido. Una vigorosa señal de esta santidad es la observancia voluntaria de los consejos evangélicos, por los cuales centenas de millares de hombres y mujeres renuncian a todo lo que podrían tener legítimamente en esta vida — familia, bienes, libertad de decisión — para imitar de modo total a Cristo Jesús.

La Iglesia tiene el coraje de exigir de todos sus hijos el combate contra el pecado. Muchas almas dicen “sí” a ese llamamiento; sin embargo, en general, el bien que practican permanece escondido. El mal en este mundo cuenta con una publicidad mucho mayor, pues su petulancia solicita la atención de todos. Sea como sea, hombres y mujeres de extraordinaria santidad nunca faltarán en la Iglesia, y es como instrumento de santificación que ella pasa por una continua renovación.

Resulta, pues, una gran equivocación proponer modificaciones en la estructura eclesial. “Cuando el valor del compromiso sacerdotal es cuestionado como entrega total a Dios a través del celibato apostólico y como disponibilidad total para servir a las almas”, destacaba Benedicto XVI en su venida a Brasil, “dando preferencia a las cuestiones ideológicas y políticas, incluso partidarias, la estructura de la consagración total a Dios comienza a perder su significado más profundo. ¿Cómo no sentir tristeza en nuestra alma?”



Un pastor solícito por su rebaño

Algunos diarios han tratado de incriminar al Papa Benedicto XVI por encubrimiento de delitos, en la época en que era Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y algunas voces estridentes llegan hasta el extremo de proponer su encarcelamiento.

Según nuestro parecer, ese es el mayor error del adversario en la actual campaña contra la Iglesia. Esta insolencia es lo que ha causado más indignación general, contribuyendo incluso para alertar y enfervorizar a los católicos adormecidos.

La injusticia de los acusadores se muestra más flagrante cuando, al comprobar los hechos, se constata que fue Benedicto XVI, cuando aún era Cardenal, quien más actuó para erradicar el problema, habiéndose acentuado su celo cuando ocupó la Cátedra de Pedro.

Es muy significativa la Carta Pastoral que, poco antes de la Pascua, envió a los católicos irlandeses para ser leída en todos los púlpitos del país. En un gesto sin precedentes, el Santo Padre pedía perdón directamente a las víctimas y a sus familias, expresando su profunda desolación por los “hechos pecaminosos y criminales” de los abusadores. Dirigiéndose a los obispos, resaltaba los “graves errores de juicio” y la “falta de gobierno” de parte de la Jerarquía. Finalmente, subrayaba que la Iglesia está trabajando con ahínco para corregir y remediar el mal que fue practicado.

Destáquese igualmente que, en mayo de 2001, el entonces Cardenal Ratzinger envió una carta a los obispos, ordenando que le fueran encaminadas todas las acusaciones contra clérigos, fuesen viejas o nuevas. Con esa iniciativa, la Santa Sede se adjudicaba la investigación de los abusos y el castigo de los culpables. A partir de entonces, varios acusados tuvieron que enfrentar un proceso canónico completo, muchos fueron expulsados del estado clerical, o se dimitieron voluntariamente, mientras otros sufrieron sanciones administrativas y disciplinares, incluyendo la prohibición de celebrar misa.

Contrariamente a lo que ciertos medios han propagado, la referida carta no prohibía comunicarse con la policía para denunciar eventuales abusos. En realidad, los obispos de algunas partes del mundo — como Estados Unidos, Inglaterra y Canadá — habían adoptado el procedimiento de comunicar a las autoridades policiales, cuando hubiese algún caso confirmado.
Por otra parte, el Vaticano ha establecido normas que tornan rigurosa la selección de los candidatos al seminario. Además, ha llevado a cabo iniciativas como el Año Sacerdotal, aún en curso, y el Congreso Teológico Internacional, realizado en Roma en el último mes de marzo, con el objetivo de renovar el clero y extirpar algunos conceptos erróneos sobre el sacerdocio, causados por una “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura” frente al Concilio Vaticano II.

Esperamos que esas brisas de renovación lleven un poco de consuelo a las víctimas de los horribles delitos cometidos por hombres que, como representantes de Dios, deberían ser los primeros protectores de los niños y de los jóvenes. Nos compadecemos de ellas y compartimos sus sufrimientos y desilusiones, ofreciendo por ellas nuestras oraciones. Por cierto, la tragedia que las afectó nos mueve, una vez más, a recordar con dolor a los incontables niños que fueron víctimas del cruel paganismo en la Antigüedad.


De cada persecución, la Iglesia sale fortalecida

Contemplando su propia historia, la Iglesia Católica puede decir con Cíceron: “Alios vidi ventos, alias prospexi animo procellas”.

Como en embestidas anteriores, ella saldrá aún más fuerte del actual combate. Numerosas reacciones por el mundo ya anticipan tal desenlace. En Irlanda y en España, las iglesias se llenaron durante la Semana Santa como hacía muchos años no ocurría. En los Estados Unidos, en Inglaterra y en otros países de Occidente, el número de conversiones aumentó. Varios periodistas, muchos de los cuales no son católicos, tomaron la defensa de la Iglesia. ¿Será necesario recordar que las persecuciones son indispensables para el resplandor de la Esposa de Cristo? ¿Y también para su renovación? En efecto, dice San Pablo: “Nam oportet et hereses esse ut et qui probati sunt manifesti fiant in vobis” (“Siendo, como es, forzoso que aún herejías haya”, 1 Cor 11,19).

Para destacar la perennidad de la Iglesia Católica Apostólica Romana, San Agustín nos ha dejado esta sabia reflexión: “Vacilará la Iglesia, si vacila su fundamento. Pero, ¿podrá, por ventura, Cristo vacilar? Ya que Cristo no vacila, la Iglesia permanecerá intacta hasta el fin de los tiempos”.

Recordemos que “Dios es el Señor del mundo y de la historia”. Fue El mismo quien decretó que “las puertas del Infierno” no prevalecerían contra su Iglesia (Mt 16,18).
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Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, es Canónigo Honorario de la Basílica Papal de Santa María la Mayor, de Roma, Protonotario Apostólico Supranumerario, Doctor en Derecho Canónico por el Angelicum, Maestro en Psicología de la Educación por la Universidad Católica de Colombia, Doctor Honoris Causa por el Centro Universitario Ítalo-Brasileiro, Miembro de la Sociedad Internacional Santo Tomás de Aquino (SITA) y de la Pontificia Academia de la Inmaculada, Fundador y Superior General de tres entidades de Derecho Pontificio: Asociación Internacional de Fieles Heraldos del Evangelio, Sociedad Clerical de Vida Apostólica Virgo Flos Carmeli y Sociedad de Vida Apostólica Regina Virginum.




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